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Mapas conceptuales: repaso Lección Escuela Sabática

IV TRIMESTRE 2018 (OCT-DIC): UNIDAD EN CRISTO

“Pero nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2 Ped. 3:13).


Una de las mayores promesas de la Biblia es la del regreso de Jesús. Sin eso, no tenemos nada, porque nuestras esperanzas se centran en esa promesa y lo que significa para nosotros. Cuando Cristo regrese en las nubes del cielo, todo lo que es terrenal, temporal y hecho por el hombre desaparecerá. Después del milenio en el cielo, esta Tierra con sus guerras, hambres, enfermedades y tragedias será hecha nueva y se convertirá en la morada de todos los redimidos, que finalmente se reunirán con su Señor.

“Mas entre vosotros no será así, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo” (Mat. 20:26, 27).


Como adventistas del séptimo día, somos cristianos protestantes que creen que la salvación es solo por la fe en lo que Jesucristo ha logrado. No necesitamos una iglesia ni una jerarquía eclesiástica para recibir los beneficios de lo que Cristo ha hecho por nosotros. Lo que obtenemos de Cristo lo obtenemos directamente de él, como nuestro Sustituto en la Cruz y como nuestro Sumo Sacerdote mediador en el Santuario celestial. No obstante, la iglesia es una creación de Dios; él la colocó aquí no como un medio de salvación, sino como un vehículo para ayudarnos a expresar y manifestar esa salvación al mundo.

“Vi volar por en medio del cielo a otro ángel, que tenía el evangelio eterno para predicarlo a los moradores de la tierra, a toda nación, tribu, lengua y pueblo, diciendo a gran voz: Temed a Dios, y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado; y adorad a aquel que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas” (Apoc. 14:6, 7).

La iglesia de Jesucristo es una comunidad de adoración, creada por Dios a fin de ser “casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Ped. 2:5). La gratitud a Dios expresada en la adoración comunitaria transforma el corazón y la mente de las personas según el carácter de Dios y las prepara para el servicio.

“Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida” (Rom. 5:10).


Como hemos visto, incluso después del Pentecostés, la relación entre los creyentes a veces era tensa. El Nuevo Testamento registra repetidos ejemplos de la forma en que los dirigentes de la iglesia y los miembros individuales manejaban esos desafíos. Estos principios son extremadamente valiosos para la iglesia actual. Revelan los resultados positivos que pueden surgir cuando utilizamos los principios bíblicos para enfrentar los conflictos y preservar nuestra unidad en Cristo.

“Esto no lo dijo por sí mismo, sino que como era el sumo sacerdote aquel año, profetizó que Jesús había de morir por la nación; y no solamente por la nación, sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Juan 11:51, 52).

Esta semana nos enfocamos en la unidad de la iglesia, en su expresión en la vida diaria de los cristianos y en su misión.

“Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hech. 4:12).

Esta semana consideraremos algunas enseñanzas bíblicas esenciales que nos hacen adventistas y que le dan forma a nuestra unidad en la fe.

“Porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos. Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál. 6:27, 28).


Una de las tareas más difíciles de cualquier comunidad cristiana es conservar la unidad cuando surgen diferencias de opinión sobre cuestiones relacionadas con la identidad y la misión de la iglesia. Estas diferencias pueden llevar a consecuencias devastadoras.

“Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo” (1 Cor. 12:12).


Cualquiera que haya estudiado la Biblia sabe que está llena de imágenes y símbolos que apuntan a realidades mayores que esas imágenes y símbolos en sí. Por ejemplo, la esencia de todo el sistema sacrificial bíblico es, en cierto sentido, un símbolo de una realidad mucho mayor: Jesús y todo el plan de salvación.

“Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones” (Hech. 2:42).


La unidad de la iglesia es el resultado de una experiencia compartida en Jesús, quien es la verdad: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6). Los vínculos sólidos de confraternidad se forjan en una experiencia espiritual común.

“Dándonos a conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo, de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra” (Efe. 1:9, 10).
 

Éfeso era un importante centro comercial y de gran influencia en Asia Menor. La iglesia de Éfeso estaba formada por judíos, gentiles y gente de todos los ámbitos sociales. Una feligresía tan diversa podría haber sido tan propensa a conflictos como el mundo en el que vivían; es decir, si no fuera por Cristo y la unidad que tenían en él como miembros del cuerpo de Cristo. Por lo tanto, la preocupación de Pablo por la unidad entre los seguidores de Cristo es el tema central de su Epístola a los Efesios.

“Mas no ruego solamente por estos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste” (Juan 17:20, 21).


El Evangelio de Juan brinda una ventana a las preocupaciones de Jesús mientras su traición y su muerte se cernían. En cinco capítulos cruciales (Juan 13-17) recibimos las últimas instrucciones de Jesús, que culminan con lo que algunos han denominado su “oración sumosacerdotal” (Juan 17).

“El temor de Jehová es el principio de la sabiduría, y el conocimiento del Santísimo es la inteligencia” (Prov. 9:10).


Los profetas del Antiguo Testamento exhortaron al pueblo de Israel a obedecer las instrucciones de Dios. La desobediencia y la desidia conducirían a la apostasía y la desunión. La obediencia a las leyes de Dios fue concebida como un medio para salvar al pueblo de las consecuencias naturales del pecado y santificarlo en medio de las naciones extranjeras. El hacer la voluntad de Dios crearía armonía entre el pueblo y fortalecería la voluntad de su comunidad para resistir las incursiones de la adoración pagana y malvada que los rodeaba. La intención de Dios era que su pueblo fuese santo y que diera testimonio a las naciones que los rodeaban.

“Y [Dios] lo llevó fuera [a Abraham], y le dijo: Mira ahora los cielos, y cuenta las estrellas, si las puedes contar. Y le dijo: Así será tu descendencia. Y creyó a Jehová, y le fue contado por justicia” (Gén. 15:5, 6).


La historia del pueblo de Dios comienza con la creación de la humanidad y su trágica caída en el pecado. Cualquier intento de comprender la naturaleza de la unidad de la iglesia debe comenzar con el plan original de Dios en la Creación y luego con la necesidad de restauración después de la caída.

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II TRIMESTRE 2018 (ABR-JUN): PREPARACIÓN PARA EL TIEMPO DEL FIN

El poeta T. S. Eliot comenzó un poema con la frase: “En mi comienzo está mi fin”. Aunque sucintas, sus palabras transmiten una verdad poderosa. En los orígenes se hallan los finales. Vemos ecos de esta realidad en nuestro nombre, Adventista del Séptimo Día, que lleva dos enseñanzas bíblicas básicas: “Adventista”, que señala la segunda venida de Jesús, en la que todas las esperanzas y las promesas de la Escritura, incluyendo la promesa de vida eterna, encontrarán su cumplimiento; y “del Séptimo Día”, por el día de reposo sabático de los Diez Mandamientos, una conmemoración semanal de la creación en seis días de la vida en la Tierra.
Por más distantes que estén en el tiempo la creación del mundo (nuestro principio) y la segunda venida de Jesús (nuestro fin, al menos el fin de esta existencia pecaminosa), estos acontecimientos están relacionados. El Dios que nos creó (Juan 1:1-3) es el mismo Dios que regresará y, en un instante, “en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta” (1 Cor. 15:52), logrará nuestra redención final. En nuestro comienzo, sin duda, encontramos nuestro fin.

El libro de Apocalipsis, como ya hemos observado, está lleno de imágenes y lenguaje tomado directamente del Antiguo Testamento. Por ejemplo, el nombre de Babilonia aparece seis veces en Apocalipsis. Pero no se trata del antiguo reino de Nabucodonosor, que pasó por la historia mundial cientos de años antes; sino que Juan estaba usando imágenes del Antiguo Testamento para expresar una verdad. En este caso, Babilonia (un poder político y religioso masivo que había oprimido al pueblo de Dios) describe ahora a los poderes religiosos y políticos masivos que tratarán de hacer lo mismo en los últimos tiempos.
Algo similar ocurre con la palabra Armagedón, que solo aparece en Apocalipsis, pero se basa en una frase hebrea que posiblemente signifique “Monte de Meguido”, una referencia a un lugar en el antiguo Israel. Existe mucha especulación sobre el Armagedón: muchos esperan que se libre una batalla militar masiva allí, en Meguido, cerca del fin del mundo.

El cántico de Moisés y del Cordero comienza con las palabras del versículo de memoria de esta semana. Lo cantan “los que habían alcanzado la victoria sobre la bestia y su imagen, y su marca y el número de su nombre, de pie sobre el mar de vidrio” en el cielo (Apoc. 15:2). ¿Cómo podemos estar entre ellos?
Una de las señales más reveladoras del verdadero pueblo de Dios en los últimos días es la proclamación del mensaje del tercer ángel, que advierte en contra de recibir la marca de la bestia. Sin embargo, a pesar de ser la advertencia más seria de toda la Biblia, con los años se han sugerido muchas ideas confusas en cuanto a lo que esta marca representa: un código de barras en la frente, un número de tarjeta de crédito o alguna identificación biométrica.

La semana pasada analizamos “la falsificación de la trinidad”, a Satanás (el dragón) y a dos poderes terrenales que juntos perseguirán al pueblo de Dios.
Una de estas potencias es la bestia que sube del mar (Apoc. 13:1-10). En la lección 6 vimos que, en Daniel 7, después del surgimiento de Babilonia (león), Medopersia (oso) y Grecia (leopardo), vino el último poder terrenal: Roma. Comenzó como Roma pagana y luego se convirtió en la Roma papal: el poder del cuerno pequeño de Daniel que salió directamente de la cuarta bestia. Vimos también que muchas de las características de la Roma papal reaparecen en la bestia que surge del mar de Apocalipsis 13:1 al 10. Sin embargo, Roma no está sola; se describe otra potencia. Esta semana nos centraremos principalmente en Apocalipsis 13, y en los acontecimientos y los poderes descritos allí.

Incluso en el cielo, antes de su expulsión, Satanás trabajó para engañar a los ángeles. “Abandonando su lugar, que ocupaba en la presencia inmediata del Padre, Lucifer salió a difundir el espíritu de descontento entre los ángeles. Obrando con misterioso sigilo, y encubriendo durante algún tiempo sus verdaderos fines bajo una apariencia de reverencia hacia Dios, se esforzó en provocar el descontento con respecto a las leyes que gobernaban a los seres celestiales, insinuando que ellas imponían restricciones innecesarias” (CS 486).
En el Edén se disfrazó de serpiente y usó trucos contra Eva. A lo largo de la historia, hasta el día de hoy, e incluso después del milenio, usa el engaño (Apoc. 20:8) en un intento por lograr sus fines.

Hoy creemos que el mensaje de los tres ángeles, de Apocalipsis 14:6 al 12, es “la verdad presente” para los que viven en los últimos días antes del regreso de Cristo y el cumplimiento de todas nuestras esperanzas como cristianos.
Esta semana, nos centraremos particularmente en el mensaje del primer ángel, ya que contiene verdades fundamentales para aquellos que tratan de mantenerse fieles en medio de los peligros del tiempo del fin.

En Mateo 24 y 25, Jesús revela importantes verdades sobre el fin de los tiempos y sobre cómo prepararse. En un sentido, estos capítulos contienen lo que Cristo enseñó sobre los acontecimientos finales. Al mismo tiempo, al contemplar el futuro más inmediato, él ve la destrucción inminente de Jerusalén, una tragedia de proporciones catastróficas para su pueblo.
En las palabras dichas a sus discípulos, Cristo no solo les habla a ellos, sino también a sus seguidores de las generaciones siguientes y, en especial, a los de la última generación, que estará viva cuando él regrese.

El tema de la Ley de Dios es fundamental para nuestra comprensión de los acontecimientos de los últimos días. Más específicamente, el tema del cuarto Mandamiento, el día de reposo sabático. Aunque entendemos que la salvación es solo por fe y que el hecho de guardar la Ley, incluyendo el día de reposo, nunca puede traer salvación, también comprendemos que, en los últimos días, la obediencia a la Ley de Dios, incluyendo el día de reposo sabático, será una señal externa, una marca, de nuestra verdadera lealtad.

Al hablar de Jesús en el Santuario celestial, el libro de Hebreos dice: “Donde Jesús entró por nosotros como precursor, hecho sumo sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec” (Heb. 6:20). La Escritura, especialmente el Nuevo Testamento, es muy clara sobre la función de Cristo como nuestro Sumo Sacerdote en el Santuario celestial, un papel que asumió después de haber completado su obra como nuestro sacrificio aquí en la Tierra (ver Heb. 10:12).
Esta semana exploraremos el ministerio de Cristo en el Santuario celestial. Su obra de intercesión es esencial para la preparación de su pueblo para el tiempo del fin.

Una diferencia fascinante pero crucial entre el cristianismo y las religiones no cristianas es que, si bien estas enfatizan lo que sus fundadores les han enseñado, no enfatizan lo que sus fundadores han hecho por ellos. Y eso es porque, más allá de lo que sus fundadores pudieron haber hecho, no podrían salvarlos. Todo lo que estos líderes pudieron hacer fue tratar de enseñar a la gente cómo “salvarse” a sí misma. En contraste, los cristianos enfatizan no solo lo que Jesús enseñó, sino también lo que hizo, porque lo que Cristo hizo provee el único medio por el que somos salvos.

Un aspecto vital de las referencias del Antiguo Testamento en Apocalipsis es que, junto con el resto del libro, revelan a Cristo. La revelación tiene que ver con Jesús, con quién es él, con lo que ha hecho por su pueblo y con lo que hará por nosotros en el tiempo del fin. Necesariamente, cualquier énfasis en los acontecimientos finales debe poner a Jesús en un lugar protagónico, que es exactamente lo que hace Apocalipsis. La lección de esta semana contempla a Jesús en este libro.

El Señor tenía grandes planes para el antiguo Israel. “Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa” (Éxo. 19:6). Esta nación santa, este reino de sacerdotes, debía dar testimonio al mundo de que Jehová era el único Dios (ver Isa. 43:10, 12). Lamentablemente, la nación no cumplió con la santa vocación que Dios le había dado. Con el tiempo, incluso fue llevada cautiva a Babilonia.
Curiosamente, a pesar del desastre del cautiverio, Dios todavía pudo utilizar a judíos individuales para dar testimonio. En otras palabras, de algún modo, Dios lograría a través de Daniel y sus tres compañeros cautivos lo que no logró por medio de Israel y de Judá. En cierto sentido, estos hombres eran ejemplos de lo que Israel, como nación, debió haber sido y debió haber hecho.

El Conflicto Cósmico, a veces denominado “el Gran Conflicto”, es la cosmovisión bíblica. Constituye el trasfondo en el que se despliega el drama de nuestro mundo, e incluso del universo. El pecado, el sufrimiento, la muerte, el surgimiento y la caída de las naciones, la difusión del evangelio, los acontecimientos de los últimos días, todo esto ocurre en el contexto del Conflicto Cósmico.  Lo bueno no es solo que, un día, esto terminará, sino también que terminará con la victoria total de Cristo sobre Satanás. Y lo mejor de todo es que, debido a la exhaustividad de lo que Jesús hizo en la Cruz, todos podemos participar en esa victoria.

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III TRIMESTRE 2018 (JUL-SEP): EL LIBRO DE HECHOS

“No temas; es necesario que comparezcas ante César; y he aquí, Dios te ha concedido todos los que navegan contigo” (Hech. 27:24).

Concepto clave para el crecimiento espiritual: nunca deje de compartir su fe, aun cuando las circunstancias y el rechazo lo desalienten. Asegúrese de estar siempre abierto al evangelio en su propia vida buscando formas de compartirlo con los demás.

“¡Quisiera Dios que por poco o por mucho, no solamente tú, sino también todos los que hoy me oyen, fueseis hechos tales cual yo soy, excepto estas cadenas!” (Hech. 26:29).


El traslado de Pablo a Cesarea dio comienzo a una reclusión de dos años en esa ciudad (Hech. 24:27), más precisamente en el pretorio de Herodes (Hech. 23:35), que era la residencia oficial del gobernador romano. Durante esos años, tuvo varias audiencias en las que se presentó ante dos gobernadores romanos (Félix y Festo) y un rey (Agripa II), cumpliendo así aún más el ministerio que Dios le dio (Hech. 9:15).

““A la noche siguiente se le presentó el Señor y le dijo: Ten ánimo, Pablo, pues como has testificado de mí en Jerusalén, así es necesario que testifiques también en Roma” (Hech. 23:11).


Poco después del primer viaje misionero de Pablo, se hizo evidente que había un desacuerdo elemental en la iglesia sobre cómo admitir a los gentiles en la fe (Hech. 15:1-5). Quizás al percibir la escalada del conflicto, Pablo concibió un plan para promover la unidad de la iglesia. Como en el Concilio le pidieron que se acordara de los pobres (Gál. 2:10), decidió invitar a las iglesias gentiles a brindar ayuda financiera para los hermanos de Judea, la “ofrenda para los santos” (1 Cor. 16:1), tal vez con la esperanza de ayudar a construir puentes entre los dos grupos.
Esto podría explicar su determinación de ir a Jerusalén al final de su tercer viaje, a pesar de los riesgos. Por un lado, tenía un amor sincero por sus compatriotas judíos (Rom. 9:1-5); por el otro, anhelaba ver una iglesia unida (Gál. 3:28; 5:6).

“De ninguna cosa hago caso, ni estimo preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo, y el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios” (Hech. 20:24).


El relato de Lucas sobre el tercer viaje de Pablo comienza abruptamente. El texto solamente dice que después de pasar un tiempo en Antioquía, el centro de las misiones de Pablo, el apóstol emprendió otro viaje, pasando sucesivamente por “la región de Galacia y de Frigia, confirmando a todos los discípulos” (Hech. 18:23). Así que, una sola frase abarca los primeros 2.400 kilómetros del viaje. Esto se debe a que el objetivo principal del viaje era Éfeso, donde Pablo pasó más tiempo que en ninguna otra ciudad en el transcurso de sus viajes. Es el último de Pablo que se registra en Hechos. Pablo lo inició como hombre libre. En cambio, el viaje a Roma lo realizó como prisionero.

“No temas, sino habla, y no calles; porque yo estoy contigo, y ninguno pondrá sobre ti la mano para hacerte mal, porque yo tengo mucho pueblo en esta ciudad” (Hech. 18:9, 10).

En Antioquía, Pablo y Bernabé atendían la iglesia y se dedicaban a impulsar la obra evangélica. Aparentemente esta fue la última vez que trabajaron juntos, ya que un profundo desacuerdo llevó a su separación. La razón del desacuerdo entre Pablo y Bernabé fue Marcos, el primo de Bernabé (Col. 4:10). No obstante, la separación de Pablo y Bernabé se tornó una bendición, porque al dividir sus esfuerzos podrían cubrir una zona más amplia que la del plan original. Antes de ir a Antioquía por primera vez, Pablo había pasado varios años en Tarso (Hech. 9:30; 11:25, 26). Ahora tuvo la oportunidad de volver a visitar las congregaciones del lugar. Pero, el plan de Dios para él era mucho mejor de lo que Pablo creía.

“Antes creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos, de igual modo que ellos” (Hech. 15:11).

 

Desde lo sucedido con Cornelio, la conversión de los gentiles no circuncidados se había vuelto un problema (Hech. 11:1-18), pero ahora que muchos de ellos ingresaban como miembros de iglesia el tema se volvió aún más complejo. Muchos creyentes de Jerusalén no estaban satisfechos. Para ellos, los gentiles primero debían circuncidarse, es decir, convertirse en prosélitos judíos, para formar parte del pueblo de Dios y tener comunión con ellos.

“Sabed, pues, esto, varones hermanos: que por medio de él se os anuncia perdón de pecados, y que de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que cree” (Hech. 13:38, 39).

 

Mientras los apóstoles todavía estaban apostados en Jerusalén, Antioquía pasó a ser el lugar de nacimiento de las misiones cristianas. Fue desde allí, y con el apoyo inicial de los creyentes locales, que Pablo partió rumbo a sus tres viajes misioneros. Debido al compromiso de ellos, el cristianismo llegó a ser lo que Jesús había previsto: una religión mundial.

“Entonces Pedro, abriendo la boca, dijo: En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia” (Hech. 10:34, 35).

 

La conversión de los gentiles era el tema más controvertido en la iglesia apostólica. Aunque las discusiones que siguieron al bautismo de Cornelio distaban mucho de resolver todas las dificultades, el derramamiento del Espíritu, que recordaba lo sucedido en Pentecostés, ayudó a convencer a Pedro y a los hermanos de Jerusalén de que las bendiciones del evangelio no estaban restringidas a los judíos. Mientras tanto, la iglesia de Antioquía ya había comenzado a avanzar hacia los gentiles también.

“Ve, porque instrumento escogido me es éste, para llevar mi nombre en presencia de los gentiles, y de reyes, y de los hijos de Israel” (Hech. 9:15).


La conversión de Saulo de Tarso (Pablo en griego) fue uno de los acontecimientos más notables de la historia de la iglesia apostólica. No obstante, la importancia de Pablo va mucho más allá de su conversión en sí, porque Pablo, indudablemente, no fue el único enemigo de la iglesia en llegar a ser un cristiano auténtico. La cuestión más bien tiene que ver con lo que terminó haciendo en favor del evangelio. 

“Y crecía la palabra del Señor, y el número de los discípulos se multiplicaba grandemente en Jerusalén; también muchos de los sacerdotes obedecían a la fe” (Hech. 6:7).


Muchos conversos del Pentecostés eran judíos helenistas; es decir, los judíos del mundo grecorromano que ahora vivían en Jerusalén (Hech. 2:5, 9-11). A pesar de ser judíos, diferían en muchos aspectos de los judíos de Judea (los “hebreos” mencionados en Hech. 6:1). La diferencia más visible era que generalmente no sabían arameo, el idioma que se hablaba en Judea en ese entonces.

El sentido de urgencia de la iglesia primitiva no podría haber sido más fuerte. Los primeros creyentes pensaban que todo se había cumplido: recibieron al Espíritu y compartieron el evangelio con todos aquellos con quienes se relacionaban.
La iglesia se desprendió de sus bienes materiales. Como percibían que el tiempo era corto, vendieron todo lo que tenían, y se dedicaron a la camaradería mientras seguían dando testimonio de Jesús, pero solo en Jerusalén. La vida comunitaria que establecieron, aunque era eficaz para ayudar a los pobres, pronto se volvió un problema, y Dios tuvo que intervenir para conservar la unidad de la iglesia. También empezaron a enfrentar oposición.

¨Pentecostés¨ viene de la palabra pentēkostē, el nombre griego para la fiesta judía de las semanas (Éxo. 34:22), también conocida como día de las primicias (Núm. 28:26). El término significa “quincuagésimo”, y debe su uso al hecho de que la fiesta se celebraba el quincuagésimo día a partir de la ofrenda de la gavilla de cebada, que se hacía el primer día después de la Pascua. Era un día de alegría y de acción de gracias, cuando el pueblo de Israel presentaba ante el Señor “las primicias de la siega del trigo” (Éxo. 34:22).
La fiesta llegó a ser un símbolo apropiado para la primera cosecha espiritual de la iglesia cristiana, cuando el Espíritu Santo se derramó más abundantemente que nunca y se bautizaron tres mil personas en un solo día (Hech. 2:41).

La misión de Jesús en la Tierra había terminado. Dios pronto enviaría al Espíritu Santo, quien, al ratificar sus esfuerzos con muchas señales y prodigios, fortalecería y conduciría a los discípulos en una misión que llegaría hasta los confines del mundo. Jesús no podía quedarse con ellos para siempre en carne humana. No solo porque su encarnación le imponía una limitación física en el contexto de una misión mundial, sino también porque, para que el Espíritu llegara, eran necesarias la ascensión de Jesús y su exaltación en el cielo. Sin embargo, hasta la resurrección de Jesús, los discípulos no sabían estas cosas con claridad. Cuando dejaron todo para seguirlo, creían que él era un libertador político que, un día, expulsaría a los romanos de la tierra, restablecería la dinastía de David y restauraría a Israel a su gloria pasada. No era fácil para ellos pensar de otra manera.

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